En
Loreto, para continuar la misma historia
José
Luis Restán
Es la misma Iglesia, antes y después del
Concilio, el único sujeto-Iglesia que crece en el tiempo y se desarrolla, pero
permaneciendo siempre el mismo y único sujeto del pueblo de Dios en camino.
Impresiona ver y escuchar a Benedicto XVI a
los pies de Señora de Loreto, impresiona su humildad (tanto más difícil cuanto
más grande es un hombre), la devoción sencilla y el fervor con el habla de su
predecesor, el beato Juan XXIII.
En la casa de Loreto, en la casa que se
caldea al amor de la Madre, dos sucesores del apóstol Pedro han querido venir a
confesar la fe de los sencillos. Han querido señalar que no son los planes
estratégicos ni la astucia comunicativa lo que asegura el "éxito" de
la misión de la Iglesia, sino la obediencia llena de gratitud de la que María
es maestra. En frase genial del Papa Ratzinger Ella es la Madre del
"sí", Ella quien nos narra el camino para seguirle por la vía de la
fe. Tenía que venir a postrarse en Loreto precisamente él, uno de los grandes
pensadores de este tiempo: él, que es recibido por los Parlamentos y las
Academias, para decir sencillamente en qué consiste el cristianismo a un mundo
que en buena medida lo desconoce por completo.
Renovación en la continuidad: para irritación
de los que postulan una Iglesia completamente nueva, reinventada a raíz del
Concilio, y para escándalo de quienes denuncia, desde una soberbia palmaria,
que todo el cuerpo eclesial con Pedro a la cabeza se ha despeñado al abismo.
Frente a los unos y los otros la imagen mansa y luminosa de Benedicto XVI, su
palabra transparente y musical, como una brisa de primavera, su perfume
inconfundible de Evangelio.
Aquel Concilio tenía el objetivo de
"extender cada vez más el rayo bienhechor de la Encarnación y Redención de
Cristo en todas las formas de la vida social". No lo dice ningún
restauracionista de esos que la prensa progresista lleva cuarenta años
inventando. Lo dice el Papa Juan, el que convocó y lanzó el Concilio. Así que
¡fuera interpretaciones!, para eso fue convocado. Y cincuenta años después
Benedicto XVI ha dicho que "esa invitación resuena con particular fuerza
en la crisis actual... porque sin Dios el hombre termina por hacer prevalecer
su propio egoísmo sobre la solidaridad y el amor, las cosas materiales sobre
los valores, el tener sobre el ser".
¡Es necesario volver a Dios para que el
hombre vuelva a ser hombre!, ha proclamado apenas una semana antes de inaugurar
el Año de la Fe. Una vez más Benedicto XVI ha querido hablar a la inseguridad
de nuestra época, a sus miedos: "tenemos miedo a que la presencia del Señor
sea un límite para nuestra libertad... pero es Dios precisamente quien libera
nuestra libertad de su cerrarse en sí misma, de la sed de poder, de poseer, de
dominar, y la hace capaz de abrirse... al don de sí, del amor, que se hace
servicio y colaboración". Esta es la almendra, esta es la enjundia de todo
lo que se avecina estos meses en la Iglesia: volver a Dios para que el hombre
extraviado se reencuentre, cure sus heridas y pueda reconocerse en casa, dentro
de una gran familia de hermanos. Más de uno torcerá el gesto pensando ¡pero qué
ingenuidad! Pero esa audaz ingenuidad es la que ha traído a la Iglesia hasta el
día de hoy, no las estrategias o los poderes de este mundo.
En Loreto el Papa no ha querido hacer grandes
análisis, esperarlo sería desconocer quién es y cómo se mueve. Ha querido sobre
todo poner en el centro al Dios de Jesucristo y contemplar a la Virgen que nos
indica el camino. Y ha querido mostrar, incluso físicamente, que en el arduo
camino de la vida Dios ha dispuesto una casa: "es la fe la que nos
proporciona una casa en este mundo", la casa de la Iglesia en la que
podemos habitar seguros, pero que también nos invita a caminar sin miedo por
los laberintos de la historia. Suenan los cañones, se inquietan los mercados,
bullen las imágenes en la red, los violentos trazan sus planes. En Loreto las
campanas tañen a gloria. Empieza a jugarse la partida.
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