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lunes, 29 de agosto de 2011
PIEDRA DE TOQUE: LA FIESTA Y LA CRUZADA. MARIO VARGAS LLOSA.
Piedra de Toque: La fiesta y la cruzada.
Por Mario Vargas Llosa
Bonito espectáculo el de Madrid invadido por cientos de miles de jóvenes
procedentes de los cinco continentes para asistir a la Jornada Mundial de la
Juventud que presidió Benedicto XVI y que convirtió a la capital española
por varios días en una multitudinaria Torre de Babel. Todas las razas,
lenguas, culturas, tradiciones, se mezclaban en una gigantesca fiesta de
muchachas y muchachos adolescentes, estudiantes, jóvenes profesionales
venidos de todos los rincones del mundo a cantar, bailar, rezar y proclamar
su adhesión a la Iglesia católica y su "adicción" al Papa ("Somos adictos a
Benedicto" fue uno de los estribillos más coreados).
Salvo el millar de personas que, en el aeródromo de Cuatro Vientos,
sufrieron desmayos por culpa del despiadado calor y debieron ser atendidas,
no hubo accidentes ni mayores problemas. Todo transcurrió en paz, alegría y
convivencia simpática. Los madrileños tomaron con espíritu deportivo las
molestias que causaron las gigantescas concentraciones que paralizaron
Cibeles, la Gran Vía, Alcalá, la Puerta del Sol, la Plaza de España y la
Plaza de Oriente, y las pequeñas manifestaciones de laicos, anarquistas,
ateos y católicos insumisos contra el Papa provocaron incidentes menores,
aunque algunos grotescos, como el grupo de energúmenos al que se vio
arrojando condones a unas niñas que, animadas por lo que Rubén Darío llamaba
"un blanco horror de Belcebú", rezaban el rosario con los ojos cerrados.
Hay dos lecturas posibles de este acontecimiento, que "El País" ha llamado
"la mayor concentración de católicos en la historia de España". La primera
ve en él un festival más de superficie que de entraña religiosa, en el que
jóvenes de medio mundo han aprovechado la ocasión para viajar, hacer
turismo, divertirse, conocer gente, vivir alguna aventura, la experiencia
intensa pero pasajera de unas vacaciones de verano. La segunda la interpreta
como un rotundo mentís a las predicciones de una retracción del catolicismo
en el mundo de hoy, la prueba de que la Iglesia de Cristo mantiene su
pujanza y su vitalidad, de que la nave de San Pedro sortea sin peligro las
tempestades que quisieran hundirla.
Una de estas tempestades tiene como escenario a España, donde Roma y el
gobierno de Rodríguez Zapatero han tenido varios encontrones en los últimos
años y mantienen una tensa relación. Por eso, no es casual que Benedicto XVI
haya venido ya varias veces a este país, y dos de ellas durante su
pontificado. Porque resulta que la "católica España" ya no lo es tanto como
lo era. Las estadísticas son bastante explícitas. En julio del año pasado,
un 80% de los españoles se declaraba católico; un año después, sólo 70%.
Entre los jóvenes, 51% dicen serlo, pero sólo 12% aseguran practicar su
religión de manera consecuente, en tanto que el resto lo hace sólo de manera
esporádica y social (bodas, bautizos, etcétera). Las críticas de los jóvenes
creyentes -practicantes o no- a la Iglesia se centran, sobre todo, en la
oposición de ésta al uso de anticonceptivos y a la píldora del día
siguiente, a la ordenación de mujeres, al aborto, al homosexualismo.
Mi impresión es que estas cifras no han sido manipuladas, que ellas reflejan
una realidad que, porcentajes más o menos, desborda lo español y es
indicativo de lo que pasa también con el catolicismo en el resto del mundo.
Ahora bien, desde mi punto de vista esta paulatina declinación del número de
fieles de la Iglesia católica, en vez de ser un síntoma de su inevitable
ruina y extinción es, más bien, fermento de la vitalidad y energía que lo
que queda de ella -decenas de millones de personas- ha venido mostrando,
sobre todo bajo los pontificados de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.
Es difícil imaginar dos personalidades más distintas que las de los dos
últimos Papas. El anterior era un líder carismático, un agitador de
multitudes, un extraordinario orador, un pontífice en el que la emoción, la
pasión, los sentimientos prevalecían sobre la pura razón. El actual es un
hombre de ideas, un intelectual, alguien cuyo entorno natural son la
biblioteca, el aula universitaria, el salón de conferencias. Su timidez ante
las muchedumbres aflora de modo invencible en esa manera casi avergonzada y
como disculpándose que tiene de dirigirse a las masas. Pero esa fragilidad
es engañosa pues se trata probablemente del Papa más culto e inteligente que
haya tenido la Iglesia en mucho tiempo, uno de los raros pontífices cuyas
encíclicas o libros un agnóstico como yo puede leer sin bostezar (su breve
autobiografía es hechicera y sus dos volúmenes sobre Jesús más que
sugerentes). Su trayectoria es bastante curiosa. Fue, en su juventud, un
partidario de la modernización de la Iglesia y colaboró con el reformista
Concilio Vaticano II convocado por Juan XXIII.
Pero, luego, se movió hacia las posiciones conservadoras de Juan Pablo II,
en las que ha perseverado hasta hoy. Probablemente, la razón de ello sea la
sospecha o convicción de que, si continuaba haciendo las concesiones que le
pedían los fieles, pastores y teólogos progresistas, la Iglesia terminaría
por desintegrarse desde adentro, por convertirse en una comunidad caótica,
desbrujulada, a causa de las luchas intestinas y las querellas sectarias. El
sueño de los católicos progresistas de hacer de la Iglesia una institución
democrática es eso, nada más: un sueño. Ninguna iglesia podría serlo sin
renunciar a sí misma y desaparecer. En todo caso, prescindiendo del contexto
teológico, atendiendo únicamente a su dimensión social y política, la verdad
es que, aunque pierda fieles y se encoja, el catolicismo está hoy día más
unido, activo y beligerante que en los años en que parecía a punto de
desgarrarse y dividirse por las luchas ideológicas internas¿Es esto bueno o malo para la cultura de la libertad? Mientras el Estado sea
laico y mantenga su independencia frente a todas las iglesias, a las que,
claro está, debe respetar y permitir que actúen libremente, es bueno, porque
una sociedad democrática no puede combatir eficazmente a sus enemigos
-empezando por la corrupción- si sus instituciones no están firmemente
respaldadas por valores éticos, si una rica vida espiritual no florece en su
seno como un antídoto permanente a las fuerzas destructivas, disociadoras y
anárquicas que suelen guiar la conducta individual cuando el ser humano se
siente libre de toda responsabilidad.
Durante mucho tiempo se creyó que con el avance de los conocimientos y de la
cultura democrática, la religión, esa forma elevada de superstición, se iría
deshaciendo, y que la ciencia y la cultura la sustituirían con creces. Ahora
sabemos que esa era otra superstición que la realidad ha ido haciendo
trizas. Y sabemos, también, que aquella función que los librepensadores
decimonónicos, con tanta generosidad como ingenuidad, atribuían a la
cultura, ésta es incapaz de cumplirla, sobre todo ahora. Porque, en nuestro
tiempo, la cultura ha dejado de ser esa respuesta seria y profunda a las
grandes preguntas del ser humano sobre la vida, la muerte, el destino, la
historia, que intentó ser en el pasado, y se ha transformado, de un lado, en
un divertimento ligero y sin consecuencias, y, en otro, en una cábala de
especialistas incomprensibles y arrogantes, confinados en fortines de jerga
y jerigonza y a años luz del común de los mortales.
La cultura no ha podido reemplazar a la religión ni podrá hacerlo, salvo
para pequeñas minorías, marginales al gran público. La mayoría de seres
humanos sólo encuentra aquellas respuestas, o, por lo menos, la sensación de
que existe un orden superior del que forma parte y que da sentido y sosiego
a su existencia, a través de una trascendencia que ni la filosofía, ni la
literatura, ni la ciencia, han conseguido justificar racionalmente. Y, por
más que tantos brillantísimos intelectuales traten de convencernos de que el
ateísmo es la única consecuencia lógica y racional del conocimiento y la
experiencia acumuladas por la historia de la civilización, la idea de la
extinción definitiva seguirá siendo intolerable para el ser humano común y
corriente, que seguirá encontrando en la fe aquella esperanza de una
supervivencia más allá de la muerte a la que nunca ha podido renunciar.
Mientras no tome el poder político y éste sepa preservar su independencia y
neutralidad frente a ella, la religión no sólo es lícita, sino indispensable
en una sociedad democrática.
Creyentes y no creyentes debemos alegrarnos por eso de lo ocurrido en Madrid
en estos días en que Dios parecía existir, el catolicismo ser la religión
única y verdadera, y todos como buenos chicos marchábamos de la mano del
Santo Padre hacia el reino de los cielos.
Madrid, agosto de 2011
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